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El
catedrático José Luis Villacañas pronunciando su discurso después de
recoger el Premio Unamuno en el Café Gijón. / Daniel Hofkamp |
Querido director general, queridas amigas y queridos amigos: Permitidme
que os llame así y que os trate con la familiaridad con la que me habéis
honrado. Pues es un honor muy intenso asociar mi nombre a los
protestantes de España, a don Miguel de Unanumo y a las otras personas
que habéis honrado en las ediciones anteriores de este premio. Me siento
muy feliz de estar en esa compañía. De don Miguel, solo recordaré mis
lecturas de muchas de sus obras desde muy joven y cómo asentó en mí los
anhelos de inmortalidad ineludibles a nuestra condición. Luego he sido
un lector de San Manuel Bueno Mártir, quizá el libro más
profundo y sincero de don Miguel. Si bien con el tiempo me distancié un
tanto de su sensibilidad, un poco aparatosa para mí, siempre he
encontrado en esa obra final, austera, sobria y veraz, la mejor
exposición del drama espiritual español. Pero por encima de todo,
siempre se alza su alma de buscador incansable, su quijotismo de la
Verdad del hombre sufriente, tan cristocéntrica. Los protestantes
españoles no podrían haber elegido un mejor nombre para honrar a sus
amigos.
No sería posible hacer una historia de la intelectualidad española sin admiración hacia el protestantismo
De los demás amigos que habéis honrado con este título, creo que sólo
conozco a dos. Con el Dr. Vilar he coincidido en los congresos que hemos
organizado en la UCM sobre la historia de la Reforma, he leído sus
traducciones, sus libros, y he gozado de su trato exquisito, como el de
los demás participantes habituales. Además, tengo entendido que el año
pasado también se reconoció a Antonio Muñoz Molina como amigo de esta
comunidad. Permitidme que haga una pequeña reflexión sobre este hecho,
un poco singular, de que en dos años seguidos vuestra decisión haya
recaído sobre dos hijos de Úbeda, que nacieron y crecieron a un par de
calles de distancia, o en el aula de al lado del mismo colegio. Creo que
esto tiene que ver con algo muy especial. Con seguridad en su caso,
porque Antonio lo ha demostrado de forma magistral en sus novelas, me
atrevo a decir que nosotros miramos el mundo con los ojos de nuestros
padres. Mientras respiremos nos moveremos en la atmósfera espiritual de
aquella Úbeda de los años 60. No eran héroes, ni grandes hombres. Pero
eran honestos, trabajadores, resistentes, y no entregaron sus aplausos
ni sus entusiasmos a nadie, y menos que nadie a los poderosos.
Preservaron su intimidad y su integridad como su bien más preciado, del
que dependía su paz interior. Mantuvieron la distante cordialidad con la
época y una obstinada resistencia a sus debilidades, que jamás
siguieron. Hablaron poco, amaron mucho y no se dejaron vencer por los
negros horizontes que forjó el régimen de Franco. Creyeron en sus hijos
con la humilde y firme esperanza que fundaba su ejemplo y temieron la
voz de su conciencia, que desde antiguo habían aprendido a escuchar y
reverenciar. Dieron su amistad a pocos y debo decir que entre esos pocos
amigos de mi padre estaba Roque Sánchez, el pastor protestante de
Úbeda, cuyas noticias por el apedreamiento de las vidrieras de su
iglesia mi padre nos trajo a casa con enojo; y luego estaban los
Quintana, una familia protestante que vivían en Francia y que alguna vez
nos trajeron libros que en España estaban prohibidos. Recuerdo sus
tapas rojas y las exclamaciones de mi padre, cerca del fuego del hogar,
ante las injusticias que narraban.
Yo me formé según el
esquema de este tipo humano. Cuando comencé a estudiar la historia de
España, sus gentes, sus elites, su pasado, siempre me orienté a la
búsqueda de tipos humanos afines a este que juzgaba mío y con los que
pudiera reconciliarme. Aguas arriba del tiempo, di con los
judeoconversos sefarditas, como Alfonso de Cartagena, que dio muchos
letrados a quienes retrató don Diego Hurtado de Mendoza de esta manera:
“Gente media, entre los grandes y los pequeños, sin ofensa de los unos
ni de los otros, cuya profesión eran las letras, comedimiento, secreto,
verdad, vida llana y sin corrupción de costumbres; no visitar, no
recibir dones, no profesar estrechez de amistades, no vestir, no gastar
suntuosamente, blandura y humanidad en el trato”. Luego añade que eran
defensores del bien público y de la justicia. Cuando por primera vez mis
ojos dieron con este párrafo pensé que estaba identificando el tipo de
ser humano que yo deseaba ser y lo perseguí por todos los rincones de
nuestras fuentes, de nuestra literatura, de nuestras crónicas. No merece
la pena que describamos aquí a qué tipos humanos se opone. Sólo quiero
destacar que con el tiempo he logrado trazar una continuidad que
atraviesa nuestra historia entera. Parte del lejano año de 1391 y llega
al presente. Se ha transmitido por caminos extraños, pero van siempre
roturados por la búsqueda de una verdad. Si yo tuviera que hacer el
retrato de aquellos hombres, desde su origen en las aljamas de España,
incluiría dos aspectos que siempre me han fascinado: primero, la
aspiración a moldear el castellano de la forma más sencilla y eficaz
para producir una retórica capaz de llegar a la comunidad entera;
segundo, su alegría. Estos hombres gozaron de la confianza en la
palabra, de una apertura de alma, de una ingenuidad de buen humor, que
los hace entrañables en la conversación y contenidamente chispeantes. En
fin, habrían sido magníficos vecinos, y lo fueron. Sólo les temieron
los tiranos.
Lo decisivo, lo que hoy debemos recordar una vez
más, es que desde 1440 a 1520 muchos de esos mismos hombres desplegaron
una religiosidad afín a la reformada. Primero, porque analizaron con
detenimiento el Antiguo Testamento, imprescindible para ellos; luego,
porque fueron lectores voraces de Pablo y Agustín de Hipona; después,
porque comprendieron su cercanía a Erasmo; más tarde, porque creyeron
que era el momento de que el catolicismo español se depurara de su vieja
cercanía a la milicia, fortalecida por siglos de implicación de los
poderes hispanos en diversas formas de cruzada; además, porque pensaron
de verdad que había una oportunidad de reformar la iglesia romana bajo
la dirección de Carlos V, y se comprometieron de buena fe con esa lucha;
y finalmente, porque no pudieron dejar de dar testimonio de que el
cristianismo reformado era una forma del espíritu que debía ser conocida
por los españoles. Estos hombres, desde Cartagena a Hernando de
Talavera, desde Juan de Lucena a Alfonso de Palencia, desde Juan de
Valdés a Casiodoro de Reina, pasando por Constantino, Corro, Pineda,
Enzinas, Carranza, todos estos hombres no profesaron una fe importada ni
se convirtieron a algo extraño o extranjero. Sintieron la afinidad de
una antigua forma de pensar, que se había ido formando lentamente en el
siglo XV, con la revolución reformada que estaba sucediendo en Europa, y
creyeron que merecía la pena emprender ese combate. Como recordó
Casiodoro de Reina en la Advertencia al lector de su traducción de la
Biblia, era el combate por la “libertad de los hijos de Dios”. De ella
no se podía marginar a nadie: debía hacerse “sin excluir de esta
universalidad ni doctos ni indoctos, ni esta lengua ni la otra”. Sin
embargo, La Biblia del Oso no pudo ser leída por los españoles aunque
fuera una cima literaria del castellano, comparable a la traducción de
Lutero en alemán.
Lo intolerable es que regrese esa infamia que quiere decidir entre los buenos y los malos españoles
Sería innumerable la lista de todos los españoles importantes de cada
generación amigos de los protestantes. Si este humilde título que hoy
nos reúne se diera con carácter retroactivo, muchos merecerían estar hoy
con nosotros. No cabrían aquí y tendríamos que recibir a muchos que
pasan, y quizá con razón, por buenos católicos. Tendríamos que seguir la
pista de los discípulos de Luis Vives que atraviesan el siglo XVI y
llegan al XVII y al XVIII. Si llegáramos al siglo XIX, serían legión.
Desde Blanco White a Larra, desde Fernando Garrido a Unamuno, no sería
posible hacer una historia de la intelectualidad española sin destacar
el profundo sentimiento de admiración hacia el protestantismo y los
beneficiosos efectos de modernidad que trajo al mundo. Todos esos
hombres lucharon no solo por mejorar la posibilidad de vivir en España
desde una religiosidad libremente aceptada. Lucharon también por mejores
instituciones sociales y políticas, y contribuyeron a perfilar un
sentido moderno de los derechos humanos y una construcción democrática
de la sociedad, ofreciendo a la mujer mejores oportunidades de vida
libre y plena. La épica campaña de Usoz del Río contra la esclavitud,
frente a las instancias oficiales y próceres que la apoyaban, es tan
relevante como su obstinado trabajo de editar a los reformados
españoles. Sin la profunda simpatía con el mundo protestante no se
entiende el movimiento democrático español en el siglo XIX, porque no se
entienden figuras como Pi i Margall o como el propio Sagasta. Si Ortega
y Unamuno tuvieron un punto de convergencia, fue sobre la necesidad de
fomentar la religión protestante en España.
Queridas amigas y queridos amigos: el espíritu reformado, y su profundo significado, está demasiado dentro de nuestra historia como para considerarlo extranjero.
No lo es. Permitidme que, para acabar, amplíe un poco esta reflexión.
Cuando dibujé, de la mano de Hurtado de Mendoza, el tipo humano ideal
que, de algún modo, reconocí como afín a ese en el que fui educado,
mencioné la reserva ante la notoriedad como uno de sus rasgos. Durante
cuarenta años ejercí mi profesión de forma discreta, para especialistas y
alumnos. Y sin embargo, es verdad que recientemente he escrito para
otro público, más amplio, con otros argumentos. Creo que no lo he hecho
por la búsqueda de la notoriedad. Lo digo con la reserva debida y, en la
medida en que uno pueda estar seguro de sus propias motivaciones. Creo
que lo he hecho movido por un sentido de justicia y responsabilidad.
España ha sufrido mucho estos años. Si es verdad que la ley de la
compensación rige el mundo, España ha sufrido tanto como anteriormente
parecía eufórica. De ese sufrimiento han brotado cosas buenas y cosas
peligrosas. Eso es inevitable en la historia humana.
Sin embargo, resulta inadmisible, en mi opinión, que se instale de nuevo entre nosotros la mentalidad de chivo expiatorio. . Lo
que no podemos dejar que suceda es que a la vieja injusticia que ha
tenido lugar durante quinientos años, al perseguir el espíritu
protestante en nuestras tierras mientras este transformaba el mundo,
ahora se le añada la nueva injusticia de hacer del protestantismo una
forma de vivir que se considere completamente ajena, contraria y enemiga
de España, la forma de ser propia de los enemigos de España.
Ante esto creía que debía protestar y preguntarme: ¿no ha sido
suficiente? ¿De verdad parece anti-española esa carta de Antonio del
Corro a Felipe II? En ella le explica por qué ha tenido que huir y
exiliarse. En un pasaje le dice: “Debéis considerar contra qué gentes os
aconsejan ser cruel: a saber, contra vuestros súbditos muy leales y
fieles, dulces por naturaleza, misericordiosos, amigos de ejercer la
hospitalidad, religiosos, tan obedientes a los magistrados que para
quitar toda sospecha de querer resistir aún a sus perseguidores, desde
hace ya treinta años, […], sin que jamás ni hombre ni mujer hayan
proferido ni una sola palabra que tendiera a la sedición ni a la
rebelión contra el magistrado, ni desear ninguna venganza particular,
sino más bien al morir han orado por los que les perseguían. ¿Qué
corazón habrá tan endurecido que no tenga compasión de semejantes
personas?” ¿Es esta la carta de un anti-español?
Puede que haya
buscado la notoriedad con este protesta, como dicen algunos, y que por
eso merezca que otros me llamen ya ex profesor. Es posible. Pero algo me
reconforta: a fin de cuentas, ser amigo de los y de las protestantes de España no es halagar a los más poderosos de este país. Quizá sea solo la ocasión para mostrar afinidad con ese tipo de
personas discretas, como decía Hurtado de Mendoza, “medias entre los
grandes y pequeños sin ofensa de los unos ni de los otros”, aquéllos que
gozan de la libertad que invocaba Cipriano de Valera. Quizá merezca la
pena exponerse a esa mínima notoriedad suficiente para defender una
causa justa, estar en buena compañía y ganar vuestra amistad. Y eso, más
allá de las ambivalencias de la motivación, es para mí un intenso
honor.