martes, 21 de enero de 2020

“El espíritu reformado está demasiado dentro de nuestra historia como para considerarlo extranjero”

 

El catedrático José Luis Villacañas pronunciando su discurso después de recoger el Premio Unamuno en el Café Gijón. / Daniel Hofkamp
El catedrático José Luis Villacañas pronunciando su discurso después de recoger el Premio Unamuno en el Café Gijón. / Daniel Hofkamp

Querido director general, queridas amigas y queridos amigos: Permitidme que os llame así y que os trate con la familiaridad con la que me habéis honrado. Pues es un honor muy intenso asociar mi nombre a los protestantes de España, a don Miguel de Unanumo y a las otras personas que habéis honrado en las ediciones anteriores de este premio. Me siento muy feliz de estar en esa compañía. De don Miguel, solo recordaré mis lecturas de muchas de sus obras desde muy joven y cómo asentó en mí los anhelos de inmortalidad ineludibles a nuestra condición. Luego he sido un lector de San Manuel Bueno Mártir, quizá el libro más profundo y sincero de don Miguel. Si bien con el tiempo me distancié un tanto de su sensibilidad, un poco aparatosa para mí, siempre he encontrado en esa obra final, austera, sobria y veraz, la mejor exposición del drama espiritual español. Pero por encima de todo, siempre se alza su alma de buscador incansable, su quijotismo de la Verdad del hombre sufriente, tan cristocéntrica. Los protestantes españoles no podrían haber elegido un mejor nombre para honrar a sus amigos. 

No sería posible hacer una historia de la intelectualidad española sin admiración hacia el protestantismo

De los demás amigos que habéis honrado con este título, creo que sólo conozco a dos. Con el Dr. Vilar he coincidido en los congresos que hemos organizado en la UCM sobre la historia de la Reforma, he leído sus traducciones, sus libros, y he gozado de su trato exquisito, como el de los demás participantes habituales. Además, tengo entendido que el año pasado también se reconoció a Antonio Muñoz Molina como amigo de esta comunidad. Permitidme que haga una pequeña reflexión sobre este hecho, un poco singular, de que en dos años seguidos vuestra decisión haya recaído sobre dos hijos de Úbeda, que nacieron y crecieron a un par de calles de distancia, o en el aula de al lado del mismo colegio. Creo que esto tiene que ver con algo muy especial. Con seguridad en su caso, porque Antonio lo ha demostrado de forma magistral en sus novelas, me atrevo a decir que nosotros miramos el mundo con los ojos de nuestros padres. Mientras respiremos nos moveremos en la atmósfera espiritual de aquella Úbeda de los años 60. No eran héroes, ni grandes hombres. Pero eran honestos, trabajadores, resistentes, y no entregaron sus aplausos ni sus entusiasmos a nadie, y menos que nadie a los poderosos. Preservaron su intimidad y su integridad como su bien más preciado, del que dependía su paz interior. Mantuvieron la distante cordialidad con la época y una obstinada resistencia a sus debilidades, que jamás siguieron. Hablaron poco, amaron mucho y no se dejaron vencer por los negros horizontes que forjó el régimen de Franco. Creyeron en sus hijos con la humilde y firme esperanza que fundaba su ejemplo y temieron la voz de su conciencia, que desde antiguo habían aprendido a escuchar y reverenciar. Dieron su amistad a pocos y debo decir que entre esos pocos amigos de mi padre estaba Roque Sánchez, el pastor protestante de Úbeda, cuyas noticias por el apedreamiento de las vidrieras de su iglesia mi padre nos trajo a casa con enojo; y luego estaban los Quintana, una familia protestante que vivían en Francia y que alguna vez nos trajeron libros que en España estaban prohibidos. Recuerdo sus tapas rojas y las exclamaciones de mi padre, cerca del fuego del hogar, ante las injusticias que narraban. 

Yo me formé según el esquema de este tipo humano. Cuando comencé a estudiar la historia de España, sus gentes, sus elites, su pasado, siempre me orienté a la búsqueda de tipos humanos afines a este que juzgaba mío y con los que pudiera reconciliarme. Aguas arriba del tiempo, di con los judeoconversos sefarditas, como Alfonso de Cartagena, que dio muchos letrados a quienes retrató don Diego Hurtado de Mendoza de esta manera: “Gente media, entre los grandes y los pequeños, sin ofensa de los unos ni de los otros, cuya profesión eran las letras, comedimiento, secreto, verdad, vida llana y sin corrupción de costumbres; no visitar, no recibir dones, no profesar estrechez de amistades, no vestir, no gastar suntuosamente, blandura y humanidad en el trato”. Luego añade que eran defensores del bien público y de la justicia. Cuando por primera vez mis ojos dieron con este párrafo pensé que estaba identificando el tipo de ser humano que yo deseaba ser y lo perseguí por todos los rincones de nuestras fuentes, de nuestra literatura, de nuestras crónicas. No merece la pena que describamos aquí a qué tipos humanos se opone. Sólo quiero destacar que con el tiempo he logrado trazar una continuidad que atraviesa nuestra historia entera. Parte del lejano año de 1391 y llega al presente. Se ha transmitido por caminos extraños, pero van siempre roturados por la búsqueda de una verdad. Si yo tuviera que hacer el retrato de aquellos hombres, desde su origen en las aljamas de España, incluiría dos aspectos que siempre me han fascinado: primero, la aspiración a moldear el castellano de la forma más sencilla y eficaz para producir una retórica capaz de llegar a la comunidad entera; segundo, su alegría. Estos hombres gozaron de la confianza en la palabra, de una apertura de alma, de una ingenuidad de buen humor, que los hace entrañables en la conversación y contenidamente chispeantes. En fin, habrían sido magníficos vecinos, y lo fueron. Sólo les temieron los tiranos. 

Lo decisivo, lo que hoy debemos recordar una vez más, es que desde 1440 a 1520 muchos de esos mismos hombres desplegaron una religiosidad afín a la reformada. Primero, porque analizaron con detenimiento el Antiguo Testamento, imprescindible para ellos; luego, porque fueron lectores voraces de Pablo y Agustín de Hipona; después, porque comprendieron su cercanía a Erasmo; más tarde, porque creyeron que era el momento de que el catolicismo español se depurara de su vieja cercanía a la milicia, fortalecida por siglos de implicación de los poderes hispanos en diversas formas de cruzada; además, porque pensaron de verdad que había una oportunidad de reformar la iglesia romana bajo la dirección de Carlos V, y se comprometieron de buena fe con esa lucha; y finalmente, porque no pudieron dejar de dar testimonio de que el cristianismo reformado era una forma del espíritu que debía ser conocida por los españoles. Estos hombres, desde Cartagena a Hernando de Talavera, desde Juan de Lucena a Alfonso de Palencia, desde Juan de Valdés a Casiodoro de Reina, pasando por Constantino, Corro, Pineda, Enzinas, Carranza, todos estos hombres no profesaron una fe importada ni se convirtieron a algo extraño o extranjero. Sintieron la afinidad de una antigua forma de pensar, que se había ido formando lentamente en el siglo XV, con la revolución reformada que estaba sucediendo en Europa, y creyeron que merecía la pena emprender ese combate. Como recordó Casiodoro de Reina en la Advertencia al lector de su traducción de la Biblia, era el combate por la “libertad de los hijos de Dios”. De ella no se podía marginar a nadie: debía hacerse “sin excluir de esta universalidad ni doctos ni indoctos, ni esta lengua ni la otra”. Sin embargo, La Biblia del Oso no pudo ser leída por los españoles aunque fuera una cima literaria del castellano, comparable a la traducción de Lutero en alemán. 

Lo intolerable es que regrese esa infamia que quiere decidir entre los buenos y los malos españoles

Sería innumerable la lista de todos los españoles importantes de cada generación amigos de los protestantes. Si este humilde título que hoy nos reúne se diera con carácter retroactivo, muchos merecerían estar hoy con nosotros. No cabrían aquí y tendríamos que recibir a muchos que pasan, y quizá con razón, por buenos católicos. Tendríamos que seguir la pista de los discípulos de Luis Vives que atraviesan el siglo XVI y llegan al XVII y al XVIII. Si llegáramos al siglo XIX, serían legión. Desde Blanco White a Larra, desde Fernando Garrido a Unamuno, no sería posible hacer una historia de la intelectualidad española sin destacar el profundo sentimiento de admiración hacia el protestantismo y los beneficiosos efectos de modernidad que trajo al mundo. Todos esos hombres lucharon no solo por mejorar la posibilidad de vivir en España desde una religiosidad libremente aceptada. Lucharon también por mejores instituciones sociales y políticas, y contribuyeron a perfilar un sentido moderno de los derechos humanos y una construcción democrática de la sociedad, ofreciendo a la mujer mejores oportunidades de vida libre y plena. La épica campaña de Usoz del Río contra la esclavitud, frente a las instancias oficiales y próceres que la apoyaban, es tan relevante como su obstinado trabajo de editar a los reformados españoles. Sin la profunda simpatía con el mundo protestante no se entiende el movimiento democrático español en el siglo XIX, porque no se entienden figuras como Pi i Margall o como el propio Sagasta. Si Ortega y Unamuno tuvieron un punto de convergencia, fue sobre la necesidad de fomentar la religión protestante en España. 

Queridas amigas y queridos amigos: el espíritu reformado, y su profundo significado, está demasiado dentro de nuestra historia como para considerarlo extranjero. No lo es. Permitidme que, para acabar, amplíe un poco esta reflexión. Cuando dibujé, de la mano de Hurtado de Mendoza, el tipo humano ideal que, de algún modo, reconocí como afín a ese en el que fui educado, mencioné la reserva ante la notoriedad como uno de sus rasgos. Durante cuarenta años ejercí mi profesión de forma discreta, para especialistas y alumnos. Y sin embargo, es verdad que recientemente he escrito para otro público, más amplio, con otros argumentos. Creo que no lo he hecho por la búsqueda de la notoriedad. Lo digo con la reserva debida y, en la medida en que uno pueda estar seguro de sus propias motivaciones. Creo que lo he hecho movido por un sentido de justicia y responsabilidad. España ha sufrido mucho estos años. Si es verdad que la ley de la compensación rige el mundo, España ha sufrido tanto como anteriormente parecía eufórica. De ese sufrimiento han brotado cosas buenas y cosas peligrosas. Eso es inevitable en la historia humana. 

Sin embargo, resulta inadmisible, en mi opinión, que se instale de nuevo entre nosotros la mentalidad de chivo expiatorio. . Lo que no podemos dejar que suceda es que a la vieja injusticia que ha tenido lugar durante quinientos años, al perseguir el espíritu protestante en nuestras tierras mientras este transformaba el mundo, ahora se le añada la nueva injusticia de hacer del protestantismo una forma de vivir que se considere completamente ajena, contraria y enemiga de España, la forma de ser propia de los enemigos de España. Ante esto creía que debía protestar y preguntarme: ¿no ha sido suficiente? ¿De verdad parece anti-española esa carta de Antonio del Corro a Felipe II? En ella le explica por qué ha tenido que huir y exiliarse. En un pasaje le dice: “Debéis considerar contra qué gentes os aconsejan ser cruel: a saber, contra vuestros súbditos muy leales y fieles, dulces por naturaleza, misericordiosos, amigos de ejercer la hospitalidad, religiosos, tan obedientes a los magistrados que para quitar toda sospecha de querer resistir aún a sus perseguidores, desde hace ya treinta años, […], sin que jamás ni hombre ni mujer hayan proferido ni una sola palabra que tendiera a la sedición ni a la rebelión contra el magistrado, ni desear ninguna venganza particular, sino más bien al morir han orado por los que les perseguían. ¿Qué corazón habrá tan endurecido que no tenga compasión de semejantes personas?” ¿Es esta la carta de un anti-español? 

Puede que haya buscado la notoriedad con este protesta, como dicen algunos, y que por eso merezca que otros me llamen ya ex profesor. Es posible. Pero algo me reconforta: a fin de cuentas, ser amigo de los y de las protestantes de España no es halagar a los más poderosos de este país. Quizá sea solo la ocasión para mostrar afinidad con ese tipo de personas discretas, como decía Hurtado de Mendoza, “medias entre los grandes y pequeños sin ofensa de los unos ni de los otros”, aquéllos que gozan de la libertad que invocaba Cipriano de Valera. Quizá merezca la pena exponerse a esa mínima notoriedad suficiente para defender una causa justa, estar en buena compañía y ganar vuestra amistad. Y eso, más allá de las ambivalencias de la motivación, es para mí un intenso honor.

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